Gabriel y las nubes

Una fotografía que muestra un viejo colectivo sin ruedas y, en la parte de atrás, una casa de apariencia abandonada

• ☁ •

‟Felipe y Gabriel son dos mejores amigos envueltos en los comienzos de un apocalipsis. Ambos deberán afrontar eso mientras encaran sus sentimientos por el otro.”

• ☁ •


—¿Cuánto falta para que estemos en el lugar seguro que mencionaste? —le preguntó Gabriel a su amigo Felipe, cuando ya llevaban bastantes horas caminando entre arboledas frondosas y terrenos elevados—. Estoy exhausto.

  Arriba, entre las nubes, comenzaban a escucharse las discusiones de truenos y relámpagos que se amontonaban inquietas. El tiempo decidiría cuándo el cielo comenzaría a volverse más gris de lo que ya estaba. Y, junto a ese firmamento pintado a pinceladas suaves con tonos fríos, acudiría el agua en forma de balas saludables para la tierra. No como las balas que se disparaban en la ciudad intentando mantener a raya a los infectados. 

  Felipe, mientras procesaba lo que había ocurrido horas antes, le agarró la mano a Gabi como una señal para que se apure. Porque la tormenta no esperaría a que ellos encuentren un techo. Y la lluvia podría escaparse en cualquier momento de esos nubarrones que comenzaban a sonar aún más fuerte. Quejándose. 

—Falta poco —animó el mayor de ellos queriendo retomar la caminata. 

—Eso mismo dijiste hace media hora, Feli —se quejó por décima vez Gabriel. Estaba cansado de caminar. Sobre todo porque su amigo tenía menos capacidad de ubicarse que él. 

  Eso ya de por sí era considerable. 

  Un gran ejemplo de esa incapacidad para ubicarse ocurrió ese mismo día, cuando caminaron en círculos a través del bosque durante un poco más de treinta minutos. Otra vez, antes de que todo se vaya por el retrete, se habían recorrido toda la ciudad porque el señorito no sabía dónde estaba la escuela de baile a la que se anotaron juntos. Cuando llegaron al lugar la clase había finalizado. Todo por el orgullo de Felipe, quien no quería revisar la ubicación en su celular. 

  A pesar de todo, Gabriel iba a esperar, paciente, a que su amigo de toda la vida encuentre el camino correcto para llegar a su corazón. Si es que sentía lo mismo que él, claro, pues otra de las cosas que le desagradaban era esa manía absurda de guardarse todo para adentro. Sepultarlo bajo gran profundidad con temor a que, lo que esconde el ataúd, sea revelado. 

  Como si sentir emociones y tener sentimientos le haría menos hombre del que ya es. Esa idea, desde su concepción, era ilógica. ¿Por qué sacrificar tu felicidad para ser preso de un sistema tan normativo? Él simplemente no lo entendía. 

  Felipe, ajeno a lo que pensaba su compinche, pausó las ideas que surcaban su mente para mirar los hermosos ojos de su compañero. Habían perdido un poco su brillo, pero aun así, seguían teniendo esos matices color miel que tanto le gustaba contemplar. Aunque los suyos propios también habían perdido esa inocencia. Era algo comprensible teniendo en cuenta lo que vivieron. 

  Ver como esas bestias atacaban a la familia de Gabriel fue una experiencia que les dejará más de un trauma. Aún recuerda los gritos desgarradores que emitían los padres de su compinche y el miedo que le erizó la piel. 

  Se obligó a quitar ese recuerdo para enfocarse en el espantoso presente: se encontraban solos contra los comienzos de un nuevo mundo distinto al que vivían. Era horrible, aterrador y abrumador a partes iguales. 

  Felipe, que ya no podía estar quieto, intentó darle unas palabras de aliento a su bello amigo para motivarle a seguir el viaje. 

—No podemos quedarnos acá. Pronto comenzará a llover —declaró el joven más grande, señalando en dirección al cielo—. Nos vamos a mojar todo y no trajimos otra muda de ropa por si tenemos que sacarnos esta —Gabriel, a regañadientes, aceptó. 

  Ahora caminaban a la par, más cada uno yacía sumergido en sus propios pensamientos. Felipe pensaba, con la cabeza fría y enfocado en la lógica, las cosas que deberían hacer en un futuro para garantizar su supervivencia. Frunció los labios y entrecerró la mirada, descontento, al darse cuenta de que no tenían todo lo necesario para sobrevivir. 

  En cambio Gabriel se encontraba aterrado pero también agradecido por tener a su mejor amigo consigo. No muchos podrían manifestar eso en una catástrofe de tal magnitud. 

  Como una acción automática entrelazaron sus manos otra vez. Era algo que hacían como una muestra de amistad. Señalaba el apoyo y soporte mutuo que se daban. 

  Nunca de algo más, como tanto le gustaría. 

  Sin embargo, no tenía planeado romper esa relación de tanto tiempo por estar enamorado de Felipe. Sabía, en su interior, que a su amigo le gustaban las chicas.

  Una balacera de agua helada comenzó a caer sobre el lugar. Algunas aves emprendieron vuelo para regresar a sus nidos. Se oían, además de los truenos, el movimiento de otros animales yendo a resguardarse de la lluvia. Y, como ellos, tuvieron que comenzar a desplazarse a todo lo que daban hasta que a lo lejos divisaron un viejo autobús abandonado. 

  Corrieron hacia ese vehículo, agitados y con poco aliento, rogando para que la puerta no esté bloqueada. Al llegar divisaron que a pocos metros había una pequeña casa construida con chapas oxidadas y madera, por lo que mejor corrieron allí. 

  Al meterse dentro del edificio no podían más. Sus respiraciones entrecortadas y las palpitaciones frenéticas de sus corazones verificaban lo cansados que estaban. Tampoco les ayudaba estar con la ropa y las mochilas empapadas. 

—Ahora sí estamos en el sitio que te mencioné —expreso Felipe. Con una cálida mirada dirigida a su mejor amigo quien, como él, temblaba de frío. 

  Gabriel era la única persona que conseguía sacarle una verdadera sonrisa. De esas que contagian afecto y desprenden energías positivas. También fue quien le enseño que cosas como llorar o sentir estaban bien. Por eso intentaba permanecer listo para él. 

  Quería enseñarle a ser fuerte y permanecer firme ante la adversidad, como la vida se había encargado de enseñarle. 

  Y, aunque todavía no sabía qué nombre darle a ese sentimiento, Gabriel era como las nubes de afuera. Era una linda acumulación de dulzura la cual, muchas veces, llegaba a ser demasiado infantil. 

  Tan contagiosa era su infantilidad que le llevaban a cometer cosas raras que siempre recordaría con una sonrisa. Desde bailar en su habitación música de casamiento a las tres de la mañana, donde siempre le pisaba los pies, hasta probar cosas juntos a las que nunca le daría una oportunidad estando solo. 

  Así descubrió su gusto por las canciones viejas en inglés, la comida mexicana picante, las charlas de almohadas o la más especial: ver a su amigo dormido cuando se despertaba temprano. Tendría que ser ilegal dormir y permanecer lindo. 

  Sí, Gabriel era como las nubes. Tranquilas, relajantes y aventureras. Pero las nubes también podían volverse oscuras. Cargadas de agua que necesitaba drenarse. Como estaba pasando en ese momento. 

  Su amigo estaba en cuclillas, expulsando sus gotas de agua. Se acercó hacia donde estaba, se sentó a su lado y colocó su mano en el hombro contrario. Gabriel, al sentir el contacto, lo abrazó. Colocando su rostro en el pecho de Felipe.

  Sí. Él era como las nubes. Por eso haría todo lo posible para protegerlo del apocalipsis.

• ☁ •

1173 palabras.

Créditos de la fotografía a quien corresponda.

Historia original. Puede ver el borrador aquí.

Comentarios